En agosto de 2007 acompañé a mi Tío Edgar Robledo Santiago a un viaje a Motozintla. Él insistía en definirlo como la despedida de la tierra que lo vio nacer, yo le aseguraba que era un reencuentro que abriría una nueva etapa. Al final él tuvo razón. El motivo oficial era recibir sentidos y muy merecidos homenajes: el Cabildo Municipal lo nombró hijo predilecto de Motozintla y fue develado un busto que es centinela de las puertas de la Biblioteca Municipal. Pero había otros motivos; saludar a viejos amigos, respirar el aire fresco de la Sierra y, sobre todo, hablar y recordar, y en ese ejercicio, revivir los primeros años, las primeras luchas, el nacimiento de una causa, el compromiso con un ideal.
Tuve la enorme fortuna que el vínculo familiar me permitiera conocerlo; los intereses y pasiones compartidas me llevaron a admirarlo y, en los últimos años, tuvo la generosidad de compartir conmigo de lo que tenía mucho -sabiduría- y de lo que le quedaba poco -tiempo-. A partir de este intercambio se configuró la naturaleza de nuestra inédita relación: tío, maestro y amigo. Así lo conocí, así lo entendí y hoy, tres años después de su muerte, así lo recuerdo.
Estando con él en Motozintla ubicamos nuestras conversaciones en sus primeros días, sus primeras brechas, sus primeras decisiones. Recordaba todo con la precisión del arquitecto que no olvida donde se ubican los cimientos de su destino. Ante la pregunta expresa sobre las raíces de su vocación como educador no dudó; su respuesta fue contundente: "Mientras existan analfabetas en Chiapas, habrán explotadores y mientras hayan explotadores habrán injusticias". Entonces lo entendí, ese era el motor de su mística; el hombre como producto de su entorno social, la vida como oportunidad para servir, la trascendencia medida por un ideal. Y es que al final eso fue Édgar Robledo Santiago: un hombre con un ideal.
Parafraseando el título de su biografía, su vida al servicio de muchas vidas, no se entiende sin un triple acto de fe: cumplir, hasta las últimas consecuencias, con los ideales que institucionalizaron a la Revolución Mexicana, los que le dieron sentido a la lucha armada, identidad a la sociedad y futuro a la nación: la escuela rural, el sindicalismo y la seguridad social. De esta trilogía republicana fue protagonista incansable e inspiración permanente.
El profesor Édgar Robledo hizo suya la mística educativa del cardenismo: "La mayor riqueza de un país es el cultivo de la inteligencia de su población". Lo mismo como maestro rural, director de escuela que como líder magisterial, no se conformó con impartir nociones generales; se convirtió en un guía social que penetró con píe firme el surco del campesino y el taller del obrero; se convirtió en un formador de conciencias, combatiente de ignorancias e impulsor de talentos.
Un pasaje que lo pinta de cuerpo entero me lo contó el Doctor Erwin Rodríguez, serrano de nacimiento y vocación. Dice que la primera vez que supo de Don Édgar fue camino a Bejucal. Ahí, Erwin se encontró a Don Emilio Velázquez de Progreso. Don Milo había sido designado por el Comité de Educación para conseguir una mula para que Don Édgar montara en su visita a Bejucal.
Antes de partir, alguien le comentó al profesor Emilio: "Es usted muy afortunado, Don Milo, va a ir usted a traer a un hombre muy grande". En lugar de halagarlo, a Don Emilio lo angustiaron estas palabras, porque pensó que se referían a su tamaño físico y la mula que había conseguido estaba muy pequeña y escuálida y no iba a aguantar llevar en su lomo a un "hombre grande" como era Don Édgar Robledo.
Édgar Robledo, el multipremiado maestro, tuvo otra faceta admirable que, a la postre, se convertiría en envidiable retiro parcial: la de escritor. Sentía a Juárez en las entrañas, admiraba a Belisario Domínguez en su congruencia y concebía la historia de Chiapas como una hazaña de la resistencia. Evidencia de su enorme generosidad, no escribía desde la tribuna dorada del erudito, sino desde el piso de tierra de quien desea sin rebuscamientos y con un pensamiento claro, limpio y directo, simplemente enseñar.
Don Édgar, el institutor, confidente, consejero y amigo era querido por los rasgos más personales de su actitud; por su generosidad desinteresada, por la raigambre de sus dichos y hechos, por su lealtad infinita, por su sencillez auténtica, por su ingenioso sentido del humor pero, sobre todo, por la pureza de sus convicciones. Su departamento en Coyoacán era una parada obligada de muchos chiapanecos que llegaban a buscar un consejo, una palabra sabia y solidaria.
Don Édgar, el institutor, confidente, consejero y amigo era querido por los rasgos más personales de su actitud; por su generosidad desinteresada, por la raigambre de sus dichos y hechos, por su lealtad infinita, por su sencillez auténtica, por su ingenioso sentido del humor pero, sobre todo, por la pureza de sus convicciones. Su departamento en Coyoacán era una parada obligada de muchos chiapanecos que llegaban a buscar un consejo, una palabra sabia y solidaria.
Señor Gobernador,
En ese departamento, por ahí de 1994, escuché por primera vez el nombre de Juan Sabines Guerrero. Don Edgar me acercó un ejemplar de la revista Chiapas, la publicación de la representación de Chiapas en el DF, y me dijo que leyera la colaboración de un joven en quien tenía muchas esperanzas y a quien consideraba su amigo. Y me dio una gran lección: “La política se hace en el campo, pero también con la pluma y las ideas”. Sé que Don Édgar estaba muy orgulloso de esa amistad, confiaba en usted y usted nunca le falló, cuando volvió a llamar al Profesor al encargo del que había sido separado en el sexenio anterior, se hizo un acto de reconocimiento, de justicia, pero sobre todo de amistad. Sé que hoy tendrían mucho de que platicar.
A pesar de su edad (90 años a los que se refería revolucionariamente como "la bola"), su muerte fue repentina y dolorosa; quizá por la conciencia del enorme vacío que dejó entre amigos y discípulos de todas las edades. Su sabiduría era un manantial generoso que no puede sustituirse con los libros, ni siquiera con los suyos.
En esta etapa del devenir de nuestra sociedad, en que el giro de la evolución oscila fatalmente entre el egoísmo individualista y un concepto más amplio y más noble de la solidaridad colectiva, hombres como Édgar Robledo Santiago harán mucha falta. Hoy, quienes lo quisimos y admiramos no podemos perdernos en las lágrimas, los sollozos y suspiros que provoca su muerte. A él no le hubiera gustado. Nuestra responsabilidad está en ratificar sus ideales, demostrar que sirvieron, que fueron útiles y provechosos, y que, en su ausencia, servirán como fuente de inspiración, ánimo y voluntad para imaginar los nuestros.
En esta etapa del devenir de nuestra sociedad, en que el giro de la evolución oscila fatalmente entre el egoísmo individualista y un concepto más amplio y más noble de la solidaridad colectiva, hombres como Édgar Robledo Santiago harán mucha falta. Hoy, quienes lo quisimos y admiramos no podemos perdernos en las lágrimas, los sollozos y suspiros que provoca su muerte. A él no le hubiera gustado. Nuestra responsabilidad está en ratificar sus ideales, demostrar que sirvieron, que fueron útiles y provechosos, y que, en su ausencia, servirán como fuente de inspiración, ánimo y voluntad para imaginar los nuestros.
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