Septiembre en Chiapas

Septiembre en Chiapas

miércoles, 18 de mayo de 2011

Palabras pronunciadas por el Diputado Zoé Robledo, a nombre de los tres poderes del Estado de Chiapas, con motivo del III Aniversario Luctuoso del Profesor Edgar Robledo Santiago. Tuxtla Gutiérrez, Chiapas 9 de mayo de 2011



En agosto de 2007 acompañé a mi Tío Edgar Robledo Santiago a un viaje a Motozintla. Él insistía en definirlo como la despedida de la tierra que lo vio nacer, yo le aseguraba que era un reencuentro que abriría una nueva etapa. Al final él tuvo razón. El motivo oficial era recibir sentidos y muy merecidos homenajes: el Cabildo Municipal lo nombró hijo predilecto de Motozintla y fue develado un busto que es centinela de las puertas de la Biblioteca Municipal. Pero había otros motivos; saludar a viejos amigos, respirar el aire fresco de la Sierra y, sobre todo, hablar y recordar, y en ese ejercicio, revivir los primeros años, las primeras luchas, el nacimiento de una causa, el compromiso con un ideal.


Tuve la enorme fortuna que el vínculo familiar me permitiera conocerlo; los intereses y pasiones compartidas me llevaron a admirarlo y, en los últimos años, tuvo la generosidad de compartir conmigo de lo que tenía mucho -sabiduría- y de lo que le quedaba poco -tiempo-. A partir de este intercambio se configuró la naturaleza de nuestra inédita relación: tío, maestro y amigo. Así lo conocí, así lo entendí y hoy, tres años después de su muerte, así lo recuerdo.


Estando con él en Motozintla ubicamos nuestras conversaciones en sus primeros días, sus primeras brechas, sus primeras decisiones. Recordaba todo con la precisión del arquitecto que no olvida donde se ubican los cimientos de su destino. Ante la pregunta expresa sobre las raíces de su vocación como educador no dudó; su respuesta fue contundente: "Mientras existan analfabetas en Chiapas, habrán explotadores y mientras hayan explotadores habrán injusticias". Entonces lo entendí, ese era el motor de su mística; el hombre como producto de su entorno social, la vida como oportunidad para servir, la trascendencia medida por un ideal. Y es que al final eso fue Édgar Robledo Santiago: un hombre con un ideal.

Parafraseando el título de su biografía,  su vida al servicio de muchas vidas, no se entiende sin un triple acto de fe: cumplir, hasta las últimas consecuencias, con los ideales que institucionalizaron a la Revolución Mexicana, los que le dieron sentido a la lucha armada, identidad a la sociedad y futuro a la nación: la escuela rural, el sindicalismo y la seguridad social. De esta trilogía republicana fue protagonista incansable e inspiración permanente.


El profesor Édgar Robledo hizo suya la mística educativa del cardenismo: "La mayor riqueza de un país es el cultivo de la inteligencia de su población". Lo mismo como maestro rural, director de escuela que como líder magisterial, no se conformó con impartir nociones generales; se convirtió en un guía social que penetró con píe firme el surco del campesino y el taller del obrero; se convirtió en un formador de conciencias, combatiente de ignorancias e impulsor de talentos.



Inculcó, dentro y fuera del aula, valores sólidos y conocimientos pertinentes, dotó a generaciones de maestros para que, a su vez, dotaran a generaciones de alumnos con las herramientas necesarias para desempeñarse con provecho bajo las nuevas condiciones de la sociedad, la economía y el trabajo. De forma particular  fue destacada su entrega a la causa de la educación en Chiapas y su seguridad de que ésta no era una causa perdida. Don Édgar fue uno de los artífices de la diferencia entre las cartas con huellas digitales de los Altos de Chiapas y las peticiones con firmas estilizadas de la Sierra Madre. Parece profecía su sentencia de 1965. "La paz no se conquista con armas sino con escuelas".

Un pasaje que lo pinta de cuerpo entero me lo contó el Doctor Erwin Rodríguez, serrano de nacimiento y vocación. Dice que la primera vez que supo de Don Édgar fue camino a Bejucal. Ahí, Erwin se encontró a Don Emilio Velázquez de Progreso. Don Milo había sido designado por el Comité de Educación para conseguir una mula para que Don Édgar montara en su visita a Bejucal.


Antes de partir, alguien le comentó al profesor Emilio: "Es usted muy afortunado, Don Milo, va a ir usted a traer a un hombre muy grande". En lugar de halagarlo, a Don Emilio lo angustiaron estas palabras, porque pensó que se referían a su tamaño físico y la mula que había conseguido estaba muy pequeña y escuálida y no iba a aguantar llevar en su lomo a un "hombre grande" como era Don Édgar Robledo.

 Por más que intentó reemplazar a la mula, no halló otra de mayor calibre, por lo que desistió de su tarea. Entonces, Don Édgar, tuvo que ir a pie al encuentro de su responsabilidad. A lo mejor tenía razón Don Milo; y es que Don Édgar era espiritualmente muy pesado. No sería la primera vez ni tampoco la última vez que Édgar Robledo recorrería a pie los sinuosos caminos de la Sierra Madre de Chiapas.

 Édgar Robledo, el líder comprometido, fue generoso, humanitario y creativo en el ejercicio de un liderazgo firme y auténtico. Entusiasta pero prudente, combativo pero institucional, exigente pero nunca autoritario, poderoso pero siempre honesto, personificó un modelo de líder sindical que ha sido escasamente imitado; uno que se nutre de la idea de una revolución como fuerza creadora, jamás destructiva. En sus palabras: "El revolucionario no es sólo el que se revela ante lo injusto, sino el que colabora de forma franca y decidida hacia lo justo".

 Édgar Robledo, el servidor público, no admitía que quienes dirigen las instituciones públicas permanezcan indiferentes y fríos ante las necesidades populares; sabía que mantenerse estático es una complicidad disfrazada; asumió las encomiendas de la República sin simulaciones, con dignidad, dinamismo y sacrificio. Ayudó mucho y a muchos. Su vocación de servicio se aprecia en las grandes obras públicas y en las pequeñas lecciones privadas: cuando don Édgar supo que no tenía otra cosa que dar más que su presencia, su atención, su experiencia y sus consejos tampoco los negó. En 2006 y hasta su muerte volvió con orgullo a su última trinchera de servicio: La representación del Gobierno de Chiapas en el Distrito Federal.

Édgar Robledo, el multipremiado maestro, tuvo otra faceta admirable que, a la postre, se convertiría en envidiable retiro parcial: la de escritor. Sentía a Juárez en las entrañas, admiraba a Belisario Domínguez en su congruencia y concebía la historia de Chiapas como una hazaña de la resistencia. Evidencia de su enorme generosidad, no escribía desde la tribuna dorada del erudito, sino desde el piso de tierra de quien desea sin rebuscamientos y con un pensamiento claro, limpio y directo, simplemente enseñar.

Don Édgar, el institutor, confidente, consejero y amigo era querido por los rasgos más personales de su actitud; por su generosidad desinteresada, por la raigambre de sus dichos y hechos, por su lealtad infinita, por su sencillez auténtica, por su ingenioso sentido del humor pero, sobre todo, por la pureza de sus convicciones. Su departamento en Coyoacán era una parada obligada de muchos chiapanecos que llegaban a buscar un consejo, una palabra sabia y solidaria.


Señor Gobernador,


En ese departamento, por ahí de 1994, escuché por primera vez el nombre de Juan Sabines Guerrero. Don Edgar me acercó un ejemplar de la revista Chiapas, la publicación de la representación de Chiapas en el DF, y me dijo que leyera la colaboración de un joven en quien tenía muchas esperanzas y a quien consideraba su amigo. Y me dio una gran lección: “La política se hace en el campo, pero también con la pluma y las ideas”. Sé que Don Édgar estaba muy orgulloso de esa amistad, confiaba en usted y usted nunca le falló, cuando volvió a llamar al Profesor al encargo del que había sido separado en el sexenio anterior, se hizo un acto de reconocimiento, de justicia, pero sobre todo de amistad. Sé que hoy tendrían mucho de que platicar.


Amigos todos,

A pesar de su edad (90 años a los que se refería revolucionariamente como "la bola"), su muerte fue repentina y dolorosa; quizá por la conciencia del enorme vacío que dejó entre amigos y discípulos de todas las edades. Su sabiduría era un manantial generoso que no puede sustituirse con los libros, ni siquiera con los suyos.

En esta etapa del devenir de nuestra sociedad, en que el giro de la evolución oscila fatalmente entre el egoísmo individualista y un concepto más amplio y más noble de la solidaridad colectiva, hombres como Édgar Robledo Santiago harán mucha falta. Hoy, quienes lo quisimos y admiramos no podemos perdernos en las lágrimas, los sollozos y suspiros que provoca su muerte. A él no le hubiera gustado. Nuestra responsabilidad está en ratificar sus ideales, demostrar que sirvieron, que fueron útiles y provechosos, y que, en su ausencia, servirán como fuente de inspiración, ánimo y voluntad para imaginar los nuestros.


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