En el Senado realizamos un homenaje al reconocido artista chiapaneco Rodolfo Disner.
PALABRAS DEL SENADOR ZOÉ ROBLEDO CON MOTIVO DEL
HOMENAJE A RODOLFO DISNER.
A
los 1050 grados centígrados, arde la arena. A diferencia del papel tan
consistentemente reclamado por Ray Bradbury, los barros que el maestro Rodolfo Disner moldea arden para fundirse y
recibir el soplo humano-divino creador del arte. El barro es un material terrestre, pero su
transformación ha sido también tarea de deidades poderosas y ampliamente
reconocidas. Por eso el barro atrae a los niños y, como tal, atrajo al maestro
Rodolfo Disner en sus primeros años.
Los
hombres de Chiapas, por supuesto, no están hechos solamente de barro. Más bien
son de maíz y, en consecuencia, el maestro Disner se a visto en la necesidad de
transformar el barro en un ingrediente solar distinto. Muchos años pasó el
Maestro para convertir las arenas costeras en un material con toda la
consistencia del elemento primigenio de los chiapanecos.
Por
eso la cerámica de Disner se hace con materiales cósmicos. Su hierro y sus
óxidos se han generado en el complicado mar del tiempo y las distancias. En
consecuencia, no es extraño que su arte se relacione con el sol; la estrella creadora de la vida y del mar. La
estrella que es la madre de hombres, de mujeres, de sirenas, de tiburones y de
caballitos de mar.
El
hombre al que hoy homenajeamos aquí, es un chiapaneco de tiempo completo.
Nacido en Huixtla y residente por vocación en Tonalá, tiene la prosapia de los
chiapanecos nacidos junto al agua que viene por la Sierra Madre y el calor de las
planicies tonaltecas. Seguramente por
eso se explica su obsesión por el mar y por las entidades que lo habitan
permanentemente y, sobre todo, por las que se mixturan entre las olas y las
montañas.
La
obra pretende sobrevivir al tiempo. El material básico del artista es durable y
Disner refiere el ejemplo de las tablillas en la Mesopotamia. Se trata de
transmitir al futuro una visión colorida del escenario en que vivimos; particularmente. De los imaginarios de las
mujeres y los hombres de Chiapas.
En
el libro que hoy se presenta aquí, y que han de comentar los otros panelistas, se
observa una apreciación plástica que llama a reflexionar. Sobre todo, las obras en los distintos campus
de la Universidad Autónoma de Chiapas. Disner no pretende crear un molde para
el pensamiento, sino animar en todos los sentidos las libertades, con el
trasfondo de la razón, la duda y la búsqueda.
En
Chiapas, los enamorados siguen la regla clásica: quieren conocer directamente a
la pretensa y en seguida vendrán las fotografías y demás prendas para remachar
los sentimientos. En este caso, el libro contienen las fotografías y los
ensayos que nos presentan la obra. El resultado debe ser el mismo: convocar a
un conocimiento directo, cálido, del arte chiapaneco del Disner de todas
partes.
El
material arcilla, que parece modesto, es convertido por el pintor ceramista en
una vertiente soberbia en cuanto a su duración. Cuando los tablilleros de
Babilonia hacían su tarea, seguramente pensaban en los hombres que leerían el
mensaje en el tiempo futuro. La tierra, que es un material modesto en
apariencia, es el elemento supremo para la vida humana. Disner trabaja sobre la
tierra.
A
los 1050 grados centígrados arde la arena para dar paso a la cerámica. Del
previsible calor infernal de los hornos, no importa que sean eléctricos, de gas
o de leña, el maestro Rodolfo extrae un colorido de frescuras. El tiempo para
enfriar el arte, seguramente es a escala del tiempo para formar al artista.
Las
mujeres han sido un tema recurrente en la obra de Disner. Se ve y se siente la
voluptuosidad de las costeñas y la sensualidad oculta de las referencias
plásticas de otras latitudes. La mujer, tal como lo señalaba Octavio Paz, tiene
un centro de atracción y es su sexo, un espacio oscuro que, a su vez, es un
sol. Disner recrea la metáfora y nos sumerge en le contemplación que es
complicidad y encuentro liviano. Sin
embargo, la sensualidad de las mujeres de Disner no es solamente para el
disfrute del varón; sino para recrearse en la mujer misma. Las mujeres de Disner no son objetos, sino sujetos
de sensualidades misteriosas o explicables: ocultas o visibles.
Las
mujeres que pinta don Rodolfo tienen diversas presentaciones. Lo mismo las
encontramos en lances de lucha, como de cortesía con las especies y los frutos
solares. Lo mismo posando para la vista en el agua, que en un encuentro lúdico
con delfines, angulas o haciendo sonar un
estético caracol marino.
Su
pintura-cerámica abstracta no le es fiel. La abstracción en Disner parece
escapar por la ventana de los colores. Su visión de lo substantivo, con nombre
y actas humanas o solares de origen, lo traiciona y las abstracciones toman
formas y contenidos. Se siente que el pintor ceramista quiere mostrarnos sus vivencias y
percepciones. En ese terreno, no hay imitaciones abstractas, sino una consistente
visión hacia los seres de existencia real y formas definidas.
Sus
Quijotes y Cristos no expresan los dolores ni las penalidades que la tradición,
en todos los sentidos, les ha asignado. Más
que los signos del martirio los Cristos reflejan un trasfondo pensante. Lejos
de invocar la indulgencia divina, los Cristos parecen llamar la atención sobre
lo humano. En los Quijotes, más que referir la diletancia, los hombres de La Mancha, hechos en Tonalá,
nos pintan a un caballero que es el hijo predilecto de la locura. Los quijotes
de Disner son, discreta pero consistentemente, lúdicos.
A
los 1050 grados centígrados, el barro se funde. El hacedor crea figuras que
parecen estar en movimiento. La danza es un juego voluptuoso, pero esa
sensación se alcanza solamente cuando en la imaginación se genera el
movimiento. Los peces que pinta Disner
parecen moverse como peces en el agua. Lo hacen con tranquilidad, como
conscientes de que ese entorno es inevitable y, por eso mismo, sus milenios
genéticos les han enseñado a sentir los placeres del agua.
Para
el pintor, el mar sí tiene comienzos. Empieza cuando el barro caliente se
enfría y se llena del color azul respectivo. Empieza cuando los cayucos se
alejan de la orilla y, como si eso no fuese suficiente, cuando la palmera y sus
trasfondos parecen despedir a los mareños.
El mar, como lo dice José Emilio Pacheco, empieza cuando uno lo mira y
termina en cualquier parte.
El
arte, como el mar, está y es de todas partes. Sin embargo, los mareños en esta
obra seguramente son los de Chiapas. Los chiapanecos percibimos su voz y sus
caminares festivos. Es probable que sean de Tonalá, pero también pueden ser de
Pijijiapan o de los límites entre Chiapas y Oaxaca. Las mujeres y las sirenas
son, definitivamente, chiapanecas.
El
fuego que Disner enciende no tiene ninguna intención purificadora. El calor no
es para redimir culpas, sino para promover las sensualidades y los ejercicios
lúdicos. El fuego es un intento de sustituir al sol o de domesticar el calor
para que los hombres lo disfruten en el espacio del color. El fuego-sol de
Tonalá también formó al artista.
A
los 1050 grados centígrados el barro arde. A los 80 años, el artista recurre al
barro que ha sido domesticado por el fuego y por el tiempo. También el tiempo
ha pulido las potencialidades innatas de Rodolfo Disner. Le ha convertido en un
chiapaneco ejemplar, privilegiado por el
enigmático ángel del arte; digno de ser homenajeado y, en el mejor de los
homenajes, que su obra sea conocida por
las nuevas generaciones. El libro que
hoy se presenta, tiene ese propósito.
El
arte de Disner está muy lejos del panfleto o de la prédica moralizante. Su
compromiso es con el arte que, a pesar de la limitación en los materiales que
maneja, es un arte de libertades amplias. El arte no tiene mayores compromisos.
El arte, para citar a Borges, simplemente sucede.
Muchas
gracias.
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