Zoé Robledo*
17 de septiembre de 2013
Por eso es importante la justicia, porque sin
ella no hay paz duradera, porque sin justicia crecen los resabios, los agravios
perduran y, tarde o temprano, trastocan la vida interna de una familia, de una
comunidad o de una sociedad.
Justicia hoy en Chiapas es sinónimo de libertad
del profesor Alberto Patishtán.
Multitud de voces, desde los expertos en
derechos humanos, de juristas prestigiados y de importantes actores sociales y
políticos de distinto signo, militancia y latitud, cuando analizan con cautela
el caso del profesor Patishtán llegan a la misma conclusión: es una injusticia
su reclusión.
En diferentes foros, medios e incluso desde
la tribuna de la Cámara de Diputados y de la de Senadores, se han señalado y
documentado las irregularidades e inconsistencias en su proceso, incluso se ha
comparado su situación con la de casos que han atraído la atención pública y
mediática como el de la ciudadana francesa Florence Cassez.
Se ha expresado con claridad que no se
respetó el debido proceso, que se violó el derecho de presunción de inocencia,
que hubo una actuación diferenciada con respecto a otros coacusados, y sin
embargo, sigue en prisión.
El profesor Alberto Patishtán está preso
desde junio del 2000. Se le acusa de haber masacrado él solo a siete policías y
herido a dos personas más en la carretera Simojovel – El Bosque. Desde entonces
ha interpuesto recursos ante todas las instancias, hasta llegar a la Suprema
Corte de Justicia de la Nación.
Pero el 6 de marzo pasado, la Primera Sala de
la Suprema Corte rechazó, en una votación muy ajustada de tres votos contra
dos, revisar el caso y lo turnó nuevamente a un Tribunal Colegiado.
Las víctimas de ese terrible y condenable
suceso de hace más de una década, sin lugar a dudas merecen justicia. Pero ésta
no se logra con otra injusticia como lo es la sentencia y la permanencia en
reclusión del profesor Alberto Patishtán.
Desde que empezaron a surgir “presuntos
culpables”, es decir documentar el caso de inocentes puestos en reclusión
injustamente, hasta las amplias discusiones sobre trascendencia del debido
proceso, el sistema de justicia mexicano ha estado bajo el escrutinio público
en los últimos años y ha sido destacable el reconocer sus imperfecciones, no
por hacer escarnio, sino porque su reconocimiento hace corregir desviaciones.
Recordemos, el desafortunado suceso conocido
como el “michoacanazo”. En casi pleno período electoral de 2009, se utilizó a
la Procuraduría General de la República para investigar supuestos nexos entre
autoridades municipales y la delincuencia organizada. Se detuvo a indiciados,
se les arraigó, se les inició proceso y posteriormente cada caso fue cayendo
por pruebas insuficientes o dichos insostenibles. Uno a uno fueron liberados
los detenidos y con ello se derrumbó la pretensión de utilizar a la justicia en
terrenos propios de la política.
Otro caso paradigmático y de amplia difusión
fue justamente en que la Suprema Corte de Justicia de la Nación resolvió que
Florence Cassez debía quedar en libertad, no porque se presumiera su inocencia
o culpabilidad, sino porque se violentó el debido proceso, es decir: no se
encontraba presente un traductor en todos los momentos procesales; la detención
fue defectuosa, violentando los derechos humanos más elementales; la actuación de las autoridades ministeriales
y judiciales fue direccionada a un prejuicio de culpabilidad, sin respetar el
criterio fundamental en toda democracia, la presunción de inocencia.
Si contrastamos el caso Cassez, con la
injusticia en contra del maestro Patishtán en lo que refiere al debido proceso
son exactamente iguales, ambos tuvieron violaciones procesales, se violentaron
los mismos derechos. Lo rescatable de la resolución de la Corte en el caso
Cassez fue sentar un precedente, en el que el debido proceso es el eje rector
de toda valoración judicial respecto de las investigaciones ministeriales.
En teoría, el caso de Alberto Patishtán, se
debería resolver de la misma manera que el caso de la ciudadana francesa,
porque no existe diferencia en términos procesales de las violaciones de los
cuales ambos fueron sujetos.
Las únicas diferencias entre estos dos casos
estriban en la apreciación social de la responsabilidad de cada uno. En que
Florence Cassez se encontraba en el lugar de los hechos y Patishtán no. En que
el profesor Alberto es indígena y Florence Cassez no.
¿Acaso
se necesitan embajadas indígenas para que presionen a las autoridades
jurisdiccionales a resolver a favor de la condición humana de Patishtán? ¿Acaso
su error es ser un indígena indefenso? Por supuesto que no.
El 12 de septiembre pasado, el primer
tribunal del vigésimo circuito en materia penal, con sede en Tuxtla Gutiérrez,
resolvió que después de todo el “debido proceso” no resulta tan relevante y
ratificó la sentencia del profesor Patishtán, lo que nos hace pensar que en los
hechos se está validando a un Estado
autoritario, que curiosamente se achica frente a los extranjeros y se
envalentona ante sus ciudadanos, especialmente aquellos que se encuentran en
una situación inequitativa, particularmente por su origen étnico.
El tribunal colegiado decidió en contra de un
hombre que se enfrentó a gobiernos arbitrarios y fue un perseguido político
hasta que lo detuvieron en condiciones de violación de sus garantías
fundamentales. Hoy como prisionero político enfrenta los remanentes de ese
autoritarismo que tanto anhelamos dejar atrás, de esas viejas prácticas
arbitrarias que no respetan derechos y aplican únicamente a los más indefensos.
Por múltiples casos como los del profesor
Patishtán, pero señaladamente por el suyo, propuse en el Senado de la República
incorporar en la constitución un énfasis adicional a la obligación de hacer
valer el debido proceso, para que nuestros juzgadores no tengan duda de su
relevancia, bajo ninguna circunstancia y que tampoco puedan justificar
decisiones políticas bajo el argumento de que se violó el debido proceso, pero
“no mucho, solo un poquito”.
Dada la realidad que nos asecha y la serie de
eventos desafortunados, comparto la idea de que no sobra establecer un mandato
explícito en nuestra carta magna que signifique el valor rector, de toda
actuación ministerial.
Hoy, el caso de Alberto Patishtán se vuelve
paradigmático, en donde el énfasis no solo es el respeto a la presunción de
inocencia y al debido proceso, importantes en si, sino constatar que estos
elementos también son asequibles y representan una garantía para los pueblos y
comunidades indígenas.
Me uno a las voces que exigen se haga una
revisión exhaustiva de los procedimientos y la decisión surgida por el primer
tribunal del vigésimo circuito el 12 de septiembre. Debemos estar claros que
los formalismos no obstruyen la justicia. Y me uno también a quienes quieren
dar paso, por las vías que el derecho también otorga, a hacer justicia a un
luchador social, a un profesor indígena y a una víctima de los malos modos y
los peores métodos del sistema judicial.
Es quizá momento para que el propio
presidente de la República tome la palabra y en atención a sus atribuciones,
convide a la paz en Chiapas, alcanzando lo que nuestro sistema judicial no
quiso o no pudo: justicia para el profesor Alberto Patishtán. Justicia con
dignidad, justicia que reconoce las limitaciones de nuestro sistema y otorga el
indulto no como concesión del poder a un culpable, sino como reconocimiento
extemporáneo de su inocencia.
La Justicia convida a la PAZ, eso en Chiapas
lo tenemos siempre presente. Es tiempo que la República también lo tenga en su
memoria.
* El autor es Senador por Chiapas.
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